Postales que nos deja el moribundo otoño
Era un martes cualquiera, pero de esos que el viento te despeina el alma. Faltaban apenas nueve días para que el otoño armara las valijas y dejara paso al invierno, y el barrio entero parecía saberlo. Las hojas crujían como secretos entre los pies apurados de la gente, y el aire tenía ese olorcito a leña y despedida que te pega directo en el pecho.

Don Antonio, el de la verdulería de la esquina, decía que este había sido un otoño raro. Que llovía sin aviso, que un día te cocinabas al sol y al otro andabas buscando la bufanda como si fuera un tesoro perdido. Pero igual, cada tarde, colgaba en la vidriera una foto distinta del parque: árboles que parecían pintados con fuego, bancos solitarios esperando historias, y ese cielo medio dorado que solo se ve en esta época.

Lucía, mi vecina del segundo, andaba sacando fotos con su cámara vieja. "Para el recuerdo", decía, mientras intentaba atrapar ese instante en que una hoja cae bailando. Yo la miraba y pensaba que el otoño era eso: un montón de cosas que se van, pero que antes de irse, se esfuerzan en ser hermosas.

La vereda estaba tapizada de colores oxidados y el aire tenía una nostalgia mansa, como de canción vieja. Aunque el otoño era inestable, caprichoso como un gato callejero, tenía ese encanto de lo efímero, de saber que en nueve días todo cambiaría. Y sin embargo, dejaba postales grabadas en la retina, como si supiera que aunque se va, siempre vuelve.
Foto(s) tomada(s) con mi smartphone Samsung Galaxy S22 Ultra.
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