La galería de Vito
En la peluquería de Vito, el arte se mezclaba con el sonido de las tijeras y el olor a café. No era solo un lugar donde la gente iba a cortarse el pelo; era un rincón donde las historias cobraban vida en los cuadros que él mismo pintaba.

Cada tres meses, Vito movía los espejos, corría las sillas y transformaba el local en una galería improvisada. Las paredes, siempre testigos de conversaciones y chismes del barrio, se convertían en el escenario de sus mujeres pintadas. Eran figuras intensas, con miradas que parecían atravesarte, con colores que gritaban y gestos que contaban secretos.

La primera vez que organizó la muestra, lo hizo casi por accidente. Pintaba por las noches, cuando la peluquería estaba cerrada, y un día un cliente vio un cuadro apoyado en el lavacabezas. "Che, Vito, ¿y esto?" le preguntó. La pregunta terminó en una idea, la idea en un evento, y así nació la galería de la peluquería. Desde entonces, cada tres meses, el barrio entero se acercaba a ver lo nuevo, a compartir unas copas, a discutir si ese rostro melancólico tenía historia real o si todo salía de la cabeza de Vito.

Cuando Vito falleció, sus cuadros quedaron ahí, como testigos de su paso. La peluquería siguió funcionando, pero algo faltaba. La última exposición que organizó sigue en la memoria de todos, con él parado en la entrada, sonriendo mientras la gente recorría su obra. No era un pintor famoso, pero en su peluquería, en su mundo, era el artista que nos hizo ver a las mujeres como él las veía: fuertes, enigmáticas, inmortales.

Su ausencia se siente, pero en cada pincelada quedó algo de su esencia, una presencia que, aunque intangible, sigue ahí cada vez que alguien cruza esa puerta.
Foto(s) tomada(s) con mi smartphone Samsung Galaxy S22 Ultra.