Ana y la luna

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Ana siempre había sentido una conexión especial con la luna. Desde pequeña, se quedaba despierta hasta tarde, asomada a la ventana, observando su luz plateada pintar sombras en el suelo. Con el tiempo, aquella fascinación se convirtió en su mayor pasión: fotografiar la luna en todas sus fases, colores y estados de ánimo.


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Cada noche, Ana salía con su cámara, buscando el mejor ángulo, el instante perfecto. Aprendió a leer el cielo, a anticipar cuándo la luna se teñiría de rojo en un eclipse, o cuándo su luz sería más brillante que nunca. Sus fotos no eran solo imágenes; eran relatos mudos de noches frías, de madrugadas solitarias, de suspiros y deseos que lanzaba al viento mientras pulsaba el obturador.


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Un día, en una exposición local, sus fotografías llamaron la atención de un anciano que observaba cada imagen con una sonrisa melancólica.

—Capturas la luna como si le hablaras —le dijo.

Ana se sorprendió y asintió.

—Cada foto es una conversación. A veces, le pido respuestas, otras solo la escucho.

El hombre suspiró y le contó que, años atrás, solía escribir cartas a su esposa bajo la luz de la luna. “Ella decía que la luna guardaba nuestros secretos”, recordó con nostalgia.


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Ana le regaló una de sus fotos: una luna llena reflejada sobre el río. “Para que siga guardando historias”, le dijo.

Esa noche, al levantar la mirada al cielo, Ana sintió que la luna le devolvía la sonrisa. Y en su corazón supo que, más que fotografiarla, lo que realmente hacía era compartir su luz con quienes la necesitaban.





Foto(s) tomada(s) con mi smartphone Samsung Galaxy S22 Ultra.

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