Desde que pise suelo español hace ya un mes, un intenso itinerario de cosas por hacer y lugares por visitar me ha marcado el paso día a día. No lo negaré, lo estoy disfrutando, sobre todo porque esto me ha permitido retomar la fotografía con mayor pasión, compromiso y respeto.

El fin de semana pasado tuve la oportunidad de pasearme por el Lago de la Casa de Campo, un lugar mágico escondido en el corazón de Madrid, donde la naturaleza se exhibe en todo su esplendor. Venía postergando esta visita para evitar exponerme al frío que nos acecha en estos días, hasta que finalmente decidí sumarme a la aventura, olvidarme de esos 2º, y permitirme contemplar lo hermoso del recorrido.

Inicié mi paseo admirando el paisaje a lo lejos, mientras me cuestionaba si seguir en esa dirección con el viento gélido soplando en mi rostro, era una buena opción. Sin embargo, lo que vi cuando llegué al lago le dio sentido a mi travesía, podría decir que literalmente me quedé sin aliento. Todo alrededor parece estar dispuesto para ser admirado en silencio. Se respira paz en ese lugar, tal vez porque ese día apenas se podían ver unas cuantas personas paseando a sus mascotas, o algún par de enamorados tomados de la mano contemplando el ocaso.

Sin darme cuenta el tiempo corría, el sol amablemente se iba despidiendo, pero yo estaba allí, fascinada observando como el nado de los patos irrumpía la tranquilidad del agua, alterando sutilmente el armonioso reflejo de los colores del atardecer. Sin duda, un espectáculo que cautiva y embelese, un guiño seductor al lente de cualquier cámara fotográfica, y la mía no podía ser la excepción, aunque el solo hecho de exponer mis manos para sacar el celular de mi bolsillo, las pudiese sentenciar de acabar congeladas.

Si bien mi intención primera era solo conocer el lago, fue imposible resistirme al llamado de la naturaleza. Largos senderos rodeados de árboles se abrieron paso ante mi invitándome a recorrerlos. Caminando y caminando, sin saber exactamente a donde iba, decidí seguir la ruta que otros hacían, y así, subí a una colina, en cuya cima está un romántico mirador con una vista preciosa a la ciudad y a una inmensa extensión de terreno que forma parte del parque de la Casa de Campo, el cual espero visitar pronto.

Cuando bajé del mirador, ya el sol había cedido su dominio para dar tímidamente paso a la noche, así que tuve el placer de disfrutar de otro rostro del lago, una mirada a su lado más romántico, más enigmático, más provocador. Una vez más, las escenas pasaron a formar parte de mi galería de imágenes, tomé muchas fotografías, los nudillos de mis manos dan fe de ello, pero un simple “friecito” no me iba a alejar de mi nuevo vicio de inmortalizar momentos. Por fortuna, la fotografía analógica ya solo es un bonito recuerdo, caso contrario, el rollo habría sido insuficiente.

Bien, he seleccionado algunas de esas tantas fotografías, que ni siquiera he querido editar, para que a través de ellas ustedes pueden formar parte de mi aventura en su más original esencia, aunque esta sea una aventura en digital.