Ficción: El caso de los niños dormidos (Capítulo 3)

La Casa
El hombre no esperaba encontrar evidencia condenatoria después de tanto tiempo, no obstante siempre consideraba acertado echarle un vistazo al lugar antes de comenzar a juzgar los hechos. Sus ojos muchas veces habían sido la herramienta más valiosa en la mayoría de los casos que había resuelto. Era necesario comprender a la familia, informarse sobre sus hábitos y, por supuesto, conocer dónde conviven sus miembros. Aquello siempre le había funcionado.
En primer lugar, el detective Rocha observó la cerradura de la puerta principal por si había sido violada, sin embargo su colega le advirtió que nunca estuvo cerrada. Luego pasó a la cocina. Esta era una habitación rectangular, de pequeñas proporciones. Contenía una pequeña mesada, un fregadero, una cocina antigua y una heladera. Frente al fregadero había una pequeña ventana. El lugar estaba limpio pero olía mal. No había nada allí que le dijera algo…
Trató de recordar qué le había informado Ugarte. Los utensilios del desayuno estaban allí. Toda la familia había desayunado. Los niños habían ingerido leche. Recordaba que la policía había hallado una jarra con leche, sin el veneno. Las tazas, incluso la mamadera del bebé, estaban limpias. Alguien los había lavado. ¿Ugarte dijo que había sido la niña de 8 años o la mujer de las compras?... De todos modos, no importaba realmente. Era evidente que, al menos la mamadera, había sido vuelta a utilizar y a ser lavada por otra persona. Los niños debieron ingerir el veneno de algún modo. ¿El vaso sin huellas? Trataba con un asesino frío, calculador y muy limpio. Quizá en extremo detallista.
Llamó a su colega y le preguntó que más habían hallado en la cocina.
—Nada más que tres tazas y una mamadera. Limpias y puestas a secar en la mesada.
—¿Platos de la cena anterior? ¿Vasos con alguna bebida?
—No, nada de eso. Y en la heladera no había bebida alguna, excepto, claro, la jarra de leche del desayuno. Quedaba poca. Evidentemente se usó ese día.
—Entonces, quizá colocaron el veneno en un vaso… —susurró como para sí mismo y luego agregó—: ¿Me dijiste que no tenía huellas digitales?
—Exacto. El único de la alacena.
—¿Y en la cocina, las puertas y la manija, había huellas?
—Muchas… todas de la familia y de la señora Dora Rivas. Ningún desconocido.
—Quizá usó guantes —propuso Rocha, sin embargo, ¿por qué se los sacaría para agarrar aquel misterioso vaso? Si había sido usado por alguien que llevara guantes no tendría sentido lavarlo luego. Otro enigma más, pensó desalentado.
Ugarte asintió con la cabeza.
—Dijiste que en la cocina no había rastros de veneno para ratas…
—No había nada parecido en toda la casa. Registramos a fondo todo, cada rincón. Mis hombres saben hacer su trabajo —aclaró como para que no quedaran dudas de ello—. Incluso la madre de los niños declaró que nunca había tenido problemas con ratas. Nunca compró aquel veneno… y el padre apoya su versión.
De algún lado había tenido que salir ese veneno. Debieron traerlo y luego llevárselo. ¿Pero quién cometería semejante crimen? ¡Contra unos niños indefensos! ¿Para qué?... Era un crimen muy personal.
En medio de sus reflexiones se dirigió hacia un pasillo que desembocaba en tres puertas, dos habitaciones y un baño. Se dirigió primero al baño. Este era minúsculo. Poseía un lavabo, el inodoro y una ducha frente a él. Debajo del lavabo había un pequeño estante que contenía unas cremas, cepillos de diente, shampoo, enjuague y un jabón, entre otras cosas. Destapó cada frasco y lo olió. No encontró nada allí que pudiera haber ocultado veneno en su interior. Dejó atrás el baño y se dirigió hacia el pasillo.
La siguiente puerta era la habitación principal. Tenía una cama y dos mesitas de noche. Un ropero antiguo y largo, lleno de ropa, fue lo primero que registró; luego le tocó el turno a los dos cajones de las mesitas. Todo fue en vano, lo único que le llamó la atención fue un blíster de pastillas antidepresivas que tomaba la señora del Valle. Era interesante y extraño a la vez. La mujer estaba pasando por un periodo depresivo… quizás sus niños fueran mucho trabajo para ella… Quizás aquella mañana volvió a casa pero, ¿por qué no usó aquellas pastillas para matarlos? Hubiera sido igual de efectivo.
La siguiente habitación era la de los niños. Allí había dos cuchetas y una cuna arrimada a la pared. Parecía haber sido abandonada allí. En una de las camas se encontraba una niña durmiendo. El hombre tuvo un ataque de tristeza. Se imaginó a todos los niños allí, durmiendo. La pequeña tenía una expresión dulce y apacible en su rostro, sin embargo, su respiración forzosa evidenciaba la enfermedad. Como no quiso despertarla y no creyó que encontraría nada allí que fuera curioso, se alejó silenciosamente.
En la última habitación de la casa, la sala-comedor, estaban conversando los demás. Tampoco allí vio algo interesante. Los dejó y salió al patio. De inmediato el perro se acercó a él con un gruñido de saludo. Detrás de él apareció Ugarte.
—¿Qué hay con el perro?
—¿Qué tiene?
—¿Ese día cómo se comportó? ¿Lo vieron ladrar o gruñir?
El policía trató de recordar.
—No, el único comentario que recuerdo fue el de la vecina. Dijo que vio a alguien abrirle, salió de la casa y se echó al sol. Nada más.
—¿Alguien? ¿Uno de los niños?
—Lo supuso pero, como verás por la posición de la casa, la puerta pudo haber ocultado a la persona. Ella creía que era uno de los niños porque dice que vio poco después al pequeño varón por la ventana. Además que el perro nunca hizo nada extraño…
—Por lo que conocía a aquella persona.
—Exacto.
El patio era un rectángulo polvoriento y delimitado por una cerca de alambre rota. No había nada allí que mirar.
—Si los niños estaban solos, debió alguien cerrar la puerta con llave. No comprendo por qué no lo hicieron.
—La mujer de los mandados dijo que cerró pero, como puedes ver, no era así.
—¿Y por qué mintió? —indagó Rocha, sospechando.
—Creemos que por culpa…
El detective miró por sobre su hombro y vio en una de las ventanas el rostro de la señora del Valle asomado. Parecía muy nerviosa. Tomó a su colega de los hombros y lo condujo lejos de la casa.
—Encontré un antidepresivo en el cajón de una mesita de luz.
Su colega asintió con la cabeza.
—La mujer dijo que está bajo mucho estrés. No le pagan mucho en la fábrica de ropa donde trabaja y tienen problemas financieros.
—¿El marido de qué trabaja?
—Es mecánico o ayuda a uno… no gana mucho.
—Debe ser muy difícil mantener a cinco niños.
—Fue lo primero que pensamos. Es un buen móvil para este crimen. Sin embargo, el padre estuvo todo el día en el trabajo. Lo comprobamos con su compañero y dos clientes a los que atendió.
—¿La madre?
—También estuvo toda la mañana en el trabajo, no salió nunca. Comprobado por una docena de compañeras, dos supervisores y un policía de guardia.
—Entonces los padres fueron descartados por completo.
—Sí, es imposible que estuviesen aquí en algún momento de esa mañana.
El detective Rocha dirigió su mirada hacia la casa vecina, la única que había cercana.
Entrevistas
La casa vecina era un rancho de adobe muy parecido a su compañero. Al atravesar la cerca de madera de su entrada, recibieron a los detectives dos niños que correteaban a una gallina. A sus gritos acudió una mujer joven que lucía un delantal blanco, donde se estaba secando las manos. Era regordeta y de cabello castaño claro.
—¡Basta! ¡Damián! ¡Julián! ¡Dejen a la gallina en paz! —En ese momento notó la presencia de los dos hombres.
La mujer descendió dos escalones y se dirigió hacia ellos con autoridad.
—¿Si? ¿Venden algo? No tengo plata.
—No, no. Soy el detective Ugarte, de la policía. ¿No sé si se acuerda de mí, señora?
—¡Oh! Sí, ahora lo recuerdo —replicó la mujer. Sus niños alborotaron entre su falda, hecho que provocó algunos gritos más y amenazas que, al parecer, nunca cumplía.
—Son unos diablillos y Julián grita más que un cerdito —rió contenta y luego añadió—: ¿Quieren pasar?
Se dirigieron dentro de la casa. Allí el caos era enorme. El lugar no estaba tan limpio como el que acababan de dejar, había juguetes rotos y ropa esparcidos por todos lados. Ugarte le presentó a su compañero a la dueña de casa y ambos le explicaron que venían por el caso de los niños asesinados en la casa de al lado. La expresión en el rostro de la mujer cambió por completo. La tristeza la invadió.
—¡Fue una horrible tragedia! Los niños solían jugar con los míos. Eran amigos.
—¿Podría contarnos todo lo que recuerda de ese día?
—Sí, sí… claro. Déjeme pensar… pasó hace largo. Me levanté temprano, Julián tenía una toz de los mil demonios y Carlos no dejaba de quejarse porque tenía que trabajar. Cuando se fue lo oí saludar al vecino, supongo que se largaba también en ese momento. Después… todo como siempre, nada raro.
—¿Vio a alguien extraño ese día? —Indagó Rocha y, recordando lo que había dicho más temprano la mujer, añadió—: ¿Algún vendedor?
—No.
—¿Segura?
—Por cierto que sí.
—¿Vio a los niños?
—Como dije antes a la poli, no vinieron a jugar. Eso fue raro. Los dos mayorcitos siempre venían, todos los días.
—¿La niña de ocho y el niño de seis?
—No, no. Alicia nunca venía pa jugar. No podía, tenía muchos quehaceres. Su má dejaba a los más pequeños a su cuidado. Nunca salía de casa. Tampoco iba a la escuela, la dejó cuando su má empezó a trabajar. Pa ayudar… Era como yo a su edad pero más responsable. Tenía seis hermanitos que alimentar, la má trabajaba mucho —explicó la mujer, rebuscando recuerdos en su memoria. Luego sonrió—. La Alicia es una niña muy responsable… aunque muy triste.
—Una niña demasiado pequeña para tantas tareas —opinó Rocha.
La mujer se encogió de hombros, parecía un poco sorprendida por el comentario.
—Es así aquí… pero no se quejaba. Le gustaba ayudar —apuntó y luego, como retomando el hilo de otra pregunta, dijo—: Venían a jugar el Matías y el Nicolás. Pero ese día no. Ya le dije. Ese día no vinieron.
—Entonces ese día no vio a ninguno de los niños.
Negó con la cabeza.
—Cuando salí a colgar la ropa vi al Matías asomado a la ventana. Como a las diez y media, lo sé porque vi el reloj cuando entré. Estaba cocinando un pastel pa mi Carlos y no quería que se quemara —manifestó la joven mujer.
—¿Cómo sabe que era Matías? —preguntó Rocha. Acababa de notar que estaban lejos como para que la mujer distinguiera desde allí con claridad a alguien dentro de la casa vecina.
—Lo supongo, pues. Por su pelo largo pensé que era la Alicia, pero ella no estaba esa mañana, así que debió de ser el niño mayor.
Ugarte apuntó que el niño mayor también tenía cabello largo, aclarando un poco mejor para su amigo los dichos de la mujer.
—¿Vio algo más?
—No.
—¿Tiene veneno para ratas? —preguntó Rocha inesperadamente.
La mujer se sobresaltó visiblemente y reaccionó mal, de manera agresiva.
—¡Qué dice, hombre! Yo no les di veneno a unos pobres niños… No puedo creer que…
—Nadie insinúa que usted se los dio, señora. Sólo queremos saber si tiene veneno para ratas… Quizá le robaron un poco —intervino Ugarte, intentando calmarla.
—No… no… Nunca compré. Tenemos dos gatos.
Justo en ese momento, entró un hombre rollizo y bajo. Parecía mucho mayor que la mujer. Fue presentado como el esposo de esta y también fue indagado. No obstante, el señor Ortiz no tenía nada que decir. No se había enterado de lo ocurrido hasta esa noche, cuando volvió de un bar a donde había ido a pasar el tiempo con amigos luego del trabajo.

Créditos: El autor de la obra que se muestra en las imágenes es Roby Dwi Antono, un artista contemporáneo indonesio conocido por sus pinturas surrealistas. La historia la creé yo hace un tiempo y es de un género policial, la voy a ir subiendo por capítulos. Es una novela corta.
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