Ficción: "El caso de los niños dormidos" (capítulo 2)

El viaje:
Al salir de la ruta 40, el tránsito disminuyó considerablemente. Se dirigían hacia una zona rural de la provincia. Una hora después los vehículos desaparecieron por completo. Los campos áridos y abandonados formaban parte del paisaje. Arbustos espinosos y algún aguaribay cada tanto decoraban la calle y daban sombra al escaso tránsito.
—Cuéntame sobre el caso —imploró Rocha.
—Hace un mes recibimos una llamada desde la casa de la familia del Valle. Encontraron a los cuatro niños del matrimonio, en sus camas, muertos. Parecían dormidos. Simplemente ese día no se levantaron. Tenían 6, 4 y 2 años; además había un bebé de tres meses —informó, sin quitar los ojos de la ruta.
—¿De qué murieron? —preguntó, con un escalofrío recorriéndole las entrañas.
—Los mataron con veneno para ratas.
—¿Sospechosos?
—Todos y ninguno.
El detective Rocha miró a su colega sorprendido.
—El padre y la madre estaban trabajando, coartadas comprobadas —apuntó Ugarte—. Ambos aseguran que estaban bien cuando se fueron esa mañana temprano. Luego tenemos a una mujer que les lleva los comestibles y otras cosas necesarias desde la ciudad, al parecer lo que realmente hace es echarles una ojeada a los niños, que suelen dejar solos. Esta mujer afirma que cuando llegó estaban desayunando en sus camas... Como era muy temprano, dejaron allí durmiendo a los pequeños. Eran las ocho de la mañana. La mujer junto con la niña mayor, salieron de compras.
—¿Hay otra niña? —se sorprendió.
—Sí, la única sobreviviente. Tiene 8 años.
—¿Cómo fue administrado el veneno?
—Según el forense, por boca.
—¿En la leche del desayuno? —planteó pensativo.
—No, la leche que estaba en una jarra no contenía veneno. La encontramos en la heladera, todavía tenía algo. Además, la niña mayor desayunó con ellos y está bien. Ingirió esa misma leche.
Su amigo largó un suspiro.
—¿Y no había tazas o vasos sucios en la cocina? De algún modo tuvieron que tomar el veneno, si no fue en el desayuno debe haber sido luego de él.
—Había cuatro tazas y un vaso, todo limpio y puesto a secar en la mesada, junto al fregadero. No contenían nada, por supuesto.
—¿Y la mamadera? Dijiste que había un bebé —indagó Rocha.
—Estaba limpia y sin rastros de veneno. Reconozco que al lavarlos debieron limpiar bien los indicios que pudieron quedar…
—¿Quién los lavó? ¿Tenían huellas?
—Estaban las de la niña mayor y las de la mujer que iba a verlos. Suponemos que alguna de ellas los lavó. Había más vasos y tazas en la alacena con las huellas de varios miembros de la familia, sin embargo…
Rocha lo miró con atención.
—¿Sin embargo…?
—Uno de los vasos estaba intacto, parecía que lo habían limpiado cuidadosamente y luego lo colocaron allí.
—Muy extraño —comentó.
Ranchos de adobe aparecían a la vista de vez en cuando, rodeados de antiguas cercas desteñidas por el tiempo. A unos metros de uno de ellos, se detuvieron. Ingresaron a la propiedad por un polvoriento camino.
—Luego, tenemos una vecina… De aquella casa que vez allá —indicó Ugarte, señalando otro rancho que estaba cerca—. Ella asegura haber visto al niño de 6 años asomado por una de las ventanas. Aproximadamente, dos horas y media luego de que la mujer y la niña se fueran.
—Entonces queda claro que no pudieron ingerir el veneno luego del desayuno. El tiempo y la niña sana lo confirman. Fue mucho después.
—Exacto.
—¿Un accidente? No es necesario que ingieran el veneno junto con un líquido. Quizá uno de los niños se levantó y encontró el veneno esparcido en el piso o la mesada o dónde fuera. Pudo haber creído que eran unos “caramelos” y les convidó a sus hermanitos. Si mal no recuerdo, viene en pequeñas capsulitas de colores.
—Esa fue la hipótesis más fuerte. No obstante, primero que nada no había veneno en la casa. Segundo, sería raro que también le dieran al bebé. Y tercero, los encontramos a cada uno recostado en su cama y con una manta sobre el cuerpo, que les tapaba hasta la cabeza. Eso no podrían haberlo hecho ellos.
Rocha miró al policía estupefacto y asintió con la cabeza. Era un crimen personal. Se había tapado sus rostros para no verlos, como una última caricia. Además, ¿de dónde salió el veneno?
—Tampoco hay pruebas de la presencia de un extraño, pero no queda descartado. En algún momento de aquella mañana, entre las diez y media y la una de la tarde, esos niños fueron asesinados en sus camas por alguien que llevó veneno a esa casa.
—¿Un extraño? ¿Algún loco?... No lo sé, parece más bien un asesinato íntimo. ¿Tenían parientes?
—No tienen parientes vivos.
Hubo un breve silencio, mientras el polvo ensuciaba el auto. Rocha rascó su barbilla.
—Hay algo que no comprendo… ¿Por qué dejarían a cuatro niños tan pequeños solos toda la mañana?
—Aparentemente era lo normal —manifestó Ugarte, levantando los hombros, y luego agregó—. Ven, te presentaré a la familia.
Bajaron del auto.
La familia del Valle:
Al acercarse al hogar de la familia del Valle, un perro salió a recibirlos con sus ladridos de advertencia. Este era flaco y largo, de pelaje blanco con manchas negras esparcidas a lo largo de su estructura. El pelo erizado en su lomo les advertía que faltaba muy poco para atacarlos. El detective Rocha lo miró con curiosidad y anotó su presencia en la mente.
La puerta del rancho se abrió y desde la oscuridad de su interior apareció a rescatarlos una mujer de mediana edad. Llevaba el cabello oscuro y liso, hasta el hombro; enmarcando un rostro alargado y de prominentes pómulos. Al detective le sorprendió lo pequeña que era.
—Buenos días, señora del Valle. ¿Me recuerda? Soy Ugarte, tuve a cargo el caso de sus niños.
—¡Oh! Sí… sí… —Llevó una mano nerviosamente hacia la cabeza para acomodarse un mechón de cabello—. Pasen.
Dentro se encontraron en una habitación pequeña, que funcionaba como comedor y sala.
—Él es el detective Rocha —lo presentó su colega. La mujer sólo le dedicó una furtiva mirada, mientras retiraba unas mantas de una silla para que se sentaran.
Parece muy nerviosa, pensó el hombre.
—Acabo de volver del trabajo. Alicia, mi hija —aclaró la mujer, mientras se sentaba a la mesa junto con sus visitas—, se puso mala.
—¡Ah! ¿Cómo se encuentra? —preguntó Ugarte, sobresaltándose.
—Con la garganta mala, señor. El dotor acaba de irse, dice que tiene la gripe —explicó.
El detective Ugarte respiró aliviado, lo único que le faltaba era que aquella niña, que se había salvado de milagro, ahora estuviera envenenada.
—Espero que pronto se mejore —le deseó el hombre. Luego de un breve silencio, añadió—: El detective Rocha ha venido a ayudarme con el caso. Me gustaría, si usted lo desea, que nos relate todo lo que recuerde de aquel día… Sé que le resultará difícil, pero nos ayudaría mucho.
La mujer entristeció de repente. Asintió con la cabeza y comenzó su relato… Había sido educada para recibir órdenes y cumplirlas era un deber.
—No sé qué más puedo decir que no haya dicho antes… Fue horrible, ¿sabe? Todavía… todavía no acabo de creerlo. ¡Mis pobres niños! Todavía los siento… es como si no se hubieran ido. A veces juegan por toda la casa y meten ruido en la despensa —comenzó la mujer, en un largo sollozo—. El cura de la iglesia me dijo que sus almitas aún no saben que se fueron al cielo.
Escucharla le produjo al detective un sentimiento de tristeza como nunca había tenido. ¡Eran niños tan pequeños! Recordó a su sobrina de cuatro años… Ugarte la dejó terminar su relato y luego la encauzó hacia los hechos.
—Cuando llegué esa mañana, estaba en la casa Dora, ¡y gritaba como loca! Pensé que los niños habían hecho una de las suyas… pero no.
—¿Qué gritaba?
—¡Oh! Cosas sin sentido… Repetía: ¡No! ¡No! ¡No!... Y no niña, no niña. No despierta la niña… Algo sobre… creo que juguetes o juegos. Por eso pensé que los niños hacían de las suyas… No entendí, entonces entré. Y allí estaban dormidos… pero no podían despertar. Entonces llamamos a la vecina que los llamó a ustedes… Aquí cortaron el teléfono, ¿sabe? Las cuentas son grandes.
—Más temprano esa mañana, antes de irse al trabajo, ¿no notó algo extraño? —indagó Rocha.
—No. Me levanté a las cinco, le preparé el desayuno a mi marido y me fui. Tengo que caminar mucho pa la fábrica… Y estaban todos dormiditos. Me fijé. Me gusta verlos antes de irme.
—¿Su marido se fue más tarde?
—Sí… ¡Oh! Ahí viene. Lo mandé a llamar. Me pongo asustada a veces. Mi niña es lo único que me queda.
En ese momento entró a la casa un hombre. Este era alto y delgado, tenía profundas ojeras y la piel demasiado pálida. Sus ojos oscuros parecían querer escapar de las órbitas. Llevaba la ropa sucia y manchada de grasa de auto.
—¡Por Dios, cariño, no me digas que la Alicia está… está…! —exclamó con angustia al ver a los dos hombres. Su mujer se acercó a él.
—No… no… Está con la gripe. El dotor recién se va.
El hombre, que besó fugazmente a su esposa en la mejilla, miró confundido a los dos hombres. El detective Ugarte se levantó y le explicó lo que hacían en su casa. Luego le presentó a su colega. Cuando lograron calmarlo, el señor del Valle se sentó a la mesa y les dio su versión de los hechos. No había mucho que pudiera aportar. El hombre se había levantado poco después que su esposa, desayunó y se fue a trabajar. No volvió hasta las tres de la tarde, cuando le avisaron lo que había pasado. Al salir de su hogar, todos dormían, estaba seguro. No obstante, no comprobó que estuviesen bien.
Luego de la entrevista con el padre de las criaturas, el detective Rocha pidió permiso para observar la casa, en caso de que un intruso haya sido el culpable. Accedieron.

Créditos: El autor de la obra que se muestra en las imágenes es Roby Dwi Antono, un artista contemporáneo indonesio conocido por sus pinturas surrealistas. La historia la creé yo hace un tiempo y es de un género policial, la voy a ir subiendo por capítulos. Es una novela corta.
Saludos @eugemaradona Excelente relato me has dejado intrigada, muy emocionante tu relato, tratare de estar pendiente para leer los siguientes capítulos.
¡Me alegro mucho que te haya gustado! Pronto voy a ir subiendo los demás capítulos. Gracias por leer. :)
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