
Amanecer ese día tuvo un peso distinto, no era solo cansancio acumulado de fin de año, era algo más sutil y más hondo. Mientras mi hija desayunaba, contaba pasos en silencio, marcando con los dedos un ritmo que ya forma parte de nuestra vida cotidiana. El baile hace eso, se filtra en los gestos mínimos sin pedir permiso. Era la última presentación del año y yo insistía en tratarla como una fecha más, pero el cuerpo no miente. La maternidad afina una especie de radar para los cierres, incluso para los que llegan envueltos en aplausos. Entre peinarla y revisar el bolso del vestuario por enésima vez, entendí que no se trataba de coreografías ni de escenarios. Se trataba del tiempo avanzando frente a mí sin disminuir la marcha, por más que una quiera negociar.
Desde algún punto del backstage me vino a la cabeza Dance Moms, no por el espectáculo ni el dramatismo, sino por esa idea incómoda de ver a niños crecer bajo luces demasiado intensas y expectativas que a veces llegan antes de tiempo. La vida real es menos ruidosa, menos editada, más piadosa. Aun así, el eco existe. Lo vi en cómo las niñas se alineaban, ensayando seguridad mientras ajustaban mangas y se susurraban recordatorios. Lo vi en el rostro de mi hija, concentrado, serio, sosteniendo una responsabilidad que no nació de mí, sino de su propia elección. La maternidad está llena de pactos silenciosos, apoyar sin dirigir, mirar sin interrumpir, amar sin apretar. Nadie te enseña a quedarte quieta mientras alguien a quien amas avanza por decisión propia.




Antes de que empezara la música hubo un segundo suspendido, como si el aire se hubiera detenido. Padres levantando teléfonos a modo de escudo, maestras asintiendo con esa sonrisa medida que esconde meses de trabajo, niñas respirando juntas sin saberlo. Yo me quedé sentada, con las manos libres. A veces la memoria funciona mejor sin una pantalla de por medio. Quise recordarla como presencia y no como archivo. El vestido, el maquillaje, la forma en que alzó los brazos con intención y no por imitación. No era una cuestión de perfección. Era habitar su cuerpo con confianza, entender el espacio, confiar en sí misma. El baile enseña así, sin levantar la voz, disciplina sin rigidez, expresión sin explicaciones largas. Yo aprendo mirando, siempre un paso atrás, siempre tratando de alcanzar.
Después, cuando todo terminó y la adrenalina se diluyó entre abrazos y risas, volvió a ser simplemente una niña. Zapatos fuera, cabello suelto, hablando demasiado rápido sobre lo que salió bien y lo que no. Esa transición me sigue sorprendiendo. En escena parece mayor, más contenida, casi distante. Fuera de ella regresa al desorden, al movimiento sin estructura, a las preguntas que se encadenan unas con otras. Ahí vive para mí la maternidad, en esa frontera frágil entre quien está siendo y quien todavía es. No quiero fijarla en ninguno de los dos lugares. Quiero caminar a su lado mientras cambia, aceptando que no siempre voy a entender el ritmo.




Ya en la noche, con la casa por fin en silencio, pensé en 2025 como un año medido no en meses sino en presentaciones, ensayos, pequeñas conquistas y aprendizajes inesperados. El baile le dio a mi hija un lenguaje que no depende de palabras y a mí me regaló un espejo. Mirarla me enseñó paciencia, distancia, orgullo sin apropiación. La última presentación del año cerró un ciclo, sí, pero también abrió otra cosa. Una conciencia más suave de que ser madre no es aferrarse, sino aprender cuándo aflojar las manos. Mañana vendrán otros bailes, otros miedos, otras versiones de las dos. Esta noche dejo que el silencio se quede conmigo, agradecida, cansada, plenamente presente.

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